DUCHOUX

   
    Bajando la espaciosa escalera del círculo, caldeada como un invernadero por el calorífero, el barón de Mordiane no había pensado en abrocharse el gabán de pieles; así que, cuando salió a la calle, sintió un hondo estremecimiento de frío, uno de esos estremecimientos bruscos y penosos que ponen tan triste al hombre como una pena. Había perdido algún dinero, y su estómago, desde hacía algún tiempo, le hacía padecer, no permitiéndole comer a su antojo.
    Iba a regresar a su casa, y de repente, el recuerdo de su espaciosa habitación vacía, del lacayo dormido en la antecámara, del gabinete en que el agua tibia para el lavatorio de la noche silba suavemente sobre la estufilla de gas, del amplio lecho, antiguo y solemne como un lecho mortuorio, hizo penetrar hasta el fondo del corazón, hasta el fondo de la carne, otro frío más doloroso aún que el del aire helado.
    Hacia algunos años que sentía sobre él ese peso de la soledad que aplasta a veces a los solterones. En otro tiempo había sido fuerte, avispado y jovial, consagrando todos los días al deporte y todas sus noches a fiestas, Y ahora se entorpecía y nadie le causaba placer. Los ejercicios le fatigaban, las cenas y hasta las comidas le sentaban mal, y las mujeres le fastidiaban tanto como le divirtieran en otro tiempo.
    La monotonía de las veladas idénticas, de los mismos amigos encontrados en el mismo paraje, en el círculo, de la misma partida con los mismos días de suerte y de desgracia, de las mismas opiniones acerca de las mismas cosas, de los mismos chistes en los mismos labios, de las mismas bromas acerca de los mismos asuntos, de las mismas maledicencias acerca de las mismas mujeres, le desanimaba hasta el punto de hacerle pensar a veces en el suicidio.
    No podía ya con aquella vida regular y vacía, tan trivial, tan ligera y tan pesada al propio tiempo, y deseaba algo tranquilo, reposado, confortable, sin saber qué.
    Cierto que no pensaba en casarse, porque no se sentía con valor para condenarse a la melancolía, a la servidumbre conyugal, a esa odiosa existencia de dos seres que, constantemente juntos, se conocen hasta el punto de no decirse una palabra que el otro no haya previsto, de no tener una idea, un deseo, un juicio que el otro no adivine. Opinaba que no puede verse con agrado a una persona sino cuando se la conoce poco, cuando en ella queda algo misterioso por explorar, cuando se muestra algo inquietante y velada. Le hubiera convenido una familia que no fuese tal familia, donde poder pasar solo parte de su existencia; y volvió a acordarse de su hijo.
    Hacía un año que pensaba constantemente en él, sintiendo crecer su anhelo de verle, de conocerle. Le había tenido cuando joven, en medio de circunstancias dramáticas y tiernas. El niño, enviado al Mediodía, había sido educado cerca de Marsella, sin conocer jamás el nombre de su padre.
    Este pagó primeramente el salario de la nodriza; luego, el colegio; luego, lo que necesitaba para vivir, y luego, la dote para un matrimonio razonable. Un notario discreto había servido de intermediario sin revelar nada jamás.
    El barón de Mordiane sabía, pues, solamente que un hijo de su sangre vivía en tal punto, cerca de Marsella, que pasaba por inteligente y bien educado, habiendo contraído matrimonio con la hija de un arquitecto contratista, cuyo negocio había heredado. Le habían enterado también de que ganaba mucho dinero.
    ¿Por qué razón no había de ir a ver a aquel hijo desconocido, sin descubrirse, a fin de estudiarle y adquirir la certeza de que, en caso de necesidad, encontraría un buen refugio en aquella familia?
    Había hecho en grande las cosas, dando una buena dote, aceptada con gratitud. Tenía, por consiguiente, la certeza de no chocar con un orgullo excesivo; y la idea y el deseo, sentidos a diario, de marchar al Mediodía se hacían en él irritantes cual una comezón. Le impulsaba al propio tiempo un extraño enternecimiento de egoísta, pensando en aquella casa risueña y caliente a orillas del mar, donde encontraría una nuera joven y bonita, a sus nietecillos con los brazos abiertos y a su hijo recordándole la aventura deliciosa y breve de sus lejanos días. Lo único que lamentaba era el haber dado tanto dinero, y que aquel dinero hubiera crecido en manos del joven, lo que no le permitía presentarse como bienhechor.
    Caminaba pensando en todo esto, con la cara semioculta en el cuello de su gabán, y se decidió bruscamente. Pasaba un coche de alquiler, le llamó y se hizo llevar a casa, y cuando su ayuda de cámara, después de despertarse, abrió la puerta, le dijo:
    —Luis, mañana marcharemos a Marsella, donde estaremos probablemente quince días. Haz los preparativos necesarios.
    Corría el tren a lo largo del arenoso Ródano, atravesando después amarillentas llanuras, pueblos claros, un extenso país cerrado a lo lejos por desnudas  montañas.
    El barón de Mordiane, despertando después de una noche de sleeping, se mirába con melancolía en su espejito de viaje. La cruda luz del Mediodía le mostraba arrugas que aún no se había visto; un estado de decrepitud desconocido en la mortecina claridad de las habitaciones parisienses.  Y se decía, examinando su pata de gallo, sus párpados ajados y las arrugas de su frente:
    — ¡Diablo, no sólo he perdido la frescura, estoy aviejado!
    Y su deseo de reposo aumentó súbitamente, con un anhelo vago, nuevo en él, de tener sobre las rodillas a sus nietecillos.
    A eso de la una de la tarde llegó en un coche de alquiler a la puerta de una de esas casas de campo meridional, tan blancas, al extremo de una alameda de plátanos, que deslumbran y hacen bajar la vista. Sonreía siguiendo la alameda, y se decía:
    —¡Caramba, es bonito esto! De pronto un arrapiezo de cinco a seis años se dejó ver, dando la vuelta a un arbusto que hasta entonces le había ocultado, y permaneció en pie al borde del camino, mirando a aquel señor con sus redondos ojos.
    Mordiane se le acercó.
    —Buenos días, niño.
    El muchacho no dijo nada.
    Inclinándose el barón le cogió entonces en brazos para hacerle una caricia; pero sofocado por un fuerte olor de ajo, del cual parecía impregnada enteramente la criatura, le dejó nuevamente en el suelo, murmurando:
    —¡Oh! Es el hijo del jardinero.
    Y se encaminó hacia la casa.
    La ropa blanca, rodillas, servilletas, camisas, delantales y trapos se secaban en un cordel delante de la puerta, y un batallón de calcetines alineados sobre las cuerdas superpuestas, llenaba toda una ventana, semejantes a las paradas de salchichas que adornan las  choricerias.
    El barón llamó.
    Se presentó una sirvienta, verdadera sirvienta del Mediodía, sucia y despeinada, cuyos cabellos le caían en mechones sobre el rostro, cuyo zagalejo, bajo la acumulación de manchas que le ensombrecían, conservaba de su antiguo co1or ciertos tonos chillones, una apariencia de feria campestre y de vestido de saltimbanquis.
    El preguntó:
    —¿Está en casa el señor Duchoux?
    En otro tiempo, como broma de calavera escéptico, había dado ese nombre al hijo desconocido para que no se ignorase que había sido hallado bajo una col.
    La muchacha repitió:
    —¿Pregunta usted por el señor Duchoux?
    —Sí.
    —Está en la sala, trabajando en sus planos.
    —Dígale usted que el señor Merlin desea hablarle.
    La criada añadió sorprendida:
    —¿Eh? Entre usted si quiere verle.
    Y gritó:
    —¡Señor Duchoux, una visita! Entró el barón, y en una sala espaciosa, ensombrecida por las ventanas a medio cerrar, divisó gentes y cosas que le parecieron sucias.
    En pie ante una mesa, sobrecargada de objetos de todas clases, un hombrecillo calvo trazaba líneas en un ancho papel.
    Interrumpió su trabajo y dio dos pasos.
    Su chaleco entreabierto, su pantalón desabrochado y los puños levantados de su camisa indicaban que tenía mucho calor, y calzaba unas botas llenas de barro, que demostraban había llovido unos días antes.
    Preguntó, con marcado acento meridional:
    —¿A  quién tengo el honor?...
    —Al señor Merlín... Vengo a consultar a usted, porque quisiera adquirir un terreno para edificar.
    —¡Ah, vamos! ¡Muy bien!
    Y Duchoux, volviéndose hacia su mujer, que hacia media en la sombra, añadió:
    —Limpia una silla, Josefina.
    Mordiane reparó entonces en una mujer joven, que parecía vieja ya, como se es vieja a los veinticinco años fuera de la capital por falta de cuidados, de lavados repetidos, de todas las minuciosas curiosidades, de todas las pequeñas atenciones del tocador femenino que inmovilizan la frescura y conservan, hasta cerca de los cincuenta años, el encanto y la belleza. Con un pañuelo sobre los hombros y los cabellos, hermosos cabellos espesos y negros, pero que se adivinaban poco peinados, recogidos de cualquier modo, alargó hacia una silla unas manos de criada y quitó de encima de ella un vestido de niño, un cuchillo, un pedazo de cinta, un tiesto de flores vacío y un plato manchado de grasa; en seguida ofreció el asiento al visitante.
    El barón lo utilizó, notando entonces que sobre la mesa de trabajo de Duchoux había, además de los libros y los papeles, dos escarolas recién cogidas, una jofaina, un cepillo de la cabeza, una servilleta, un revólver y varias tazas sucias.
    El arquitecto vio su mirada y dijo sonriendo:
    —Dispense usted. Hay algún desorden en el salón; cosas de los niños.
    Y aproximó su silla para hablar con el cliente.
    —¿Dice usted que desea comprar un terreno en las cercanías de Marsella?
    Su aliento, aunque distante, llevó al barón ese olor de ajo que despiden las gentes del Mediodía lo mismo que las flores su perfume.
    Mordiane preguntó:
    —¿Es hijo de usted un niño que he encontrado bajo los plátanos?
    —Si, señor; el segundo.
    —¿Tiene usted dos?
    —Tres, caballero; a razón de uno cada año.
    Y Duchoux parecía lleno de orgullo.
    El barón pensaba:
    «Si todos huelen lo mismo, su alcoba ha de parecer un invernadero.»
    Agregó:
    —Sí; quisiera un bonito terreno cerca del mar, en una pequeña playa desierta...
    Entonces Duchoux se explicó. Tenía diez, veinte, cincuenta, cien o más terrenos en aquellas condíciones, y a todos precios y para todos los gustos. Hablaba como corre una fuente, risueño, satisfecho de si mismo, moviendo su cabeza calva y redonda.
    Y Mordiane se acordaba de una mujercita rubia, delgada, algo melancólica y que decía tan tiernamente «Amado mío», que la sola memoria avivaba la sangre en sus venas. Aquella criatura le había amado con pasión, con locura, por espacio de tres meses; luego, habiendo quedado encinta hallándose ausente su marido, que era gobernador de una colonia, había huido, se había ocultado, loca de desesperación y de terror, hasta el nacimiento del niño, que Mordíane se llevara una noche de verano y que no volvieron a ver.
    Ella murió tísica tres años después en la colonia de su marido, con quien había ido a reunirse. Y él tenía delante a su hijo, que le decía, haciéndole sonar las silabas finales como notas metálicas:
    —Ese terreno, caballero, es una ocasión única...
    Y Mordiane recordaba la otra voz, ligera como el roce de la brisa, cuando murmuraba:
    «Amado mio, nunca nos separaremos... »
    Y recordaba aquella mirada azul, dulce, profunda, cariñosísima, contemplando los ojos redondos, azules también, pero inexpresivos, de aquel ridículo hombrecillo, que, sin embargo, se parecía a su madre.
    Sí, se le parecía más cada vez, a cada segundo que pasaba; se le parecía en la entonación, en los gestos, en todo; se le parecía como el mono se asemeja al hombre; tenía de ella mil rasgos deformados, irrecusables, irritantes, que indignaban. El barón sufría, repentinamente acosado por aquel parecido que aumentaba sin cesar, exasperante, enloquecedor, torturándole como una pesadilla, como un remordimiento.
    Balbució:
    —¿Cuándo podríamos ver ese terreno?
    —Pues mañana mismo, sí usted quiere.
    —Sí, mañana; ¿a qué hora?
    —A la una.
    —Perfectamente.
    El niño encontrado en la alameda apareció en la puerta abierta, gritando:
    —¡Padre!
    Nadie le respondió.
    Mordiane estaba en píe con un deseo de huir, de correr, que hacía temblar sus piernas. Aquel «padre» le había herido como una bala. A él iba dirigido, para él era aquel «padre» que olía a ajo.
    ¡ Oh! ¡Qué perfume tan delicioso el que despedía la amiga de otro tiempo!
    Duchoux le acompañaba hasta la puerta.
    —¿Es de usted esta casa?—le preguntó el barón.
    —Sí, señor; la he comprado no hace mucho, y me complazco en decirlo. Soy un hijo del acaso, y no lo oculto; me enorgullezco de ello. No tengo nada que agradecer a nadie, soy hijo de mis obras; todo me lo debo a mí mismo.
    El niño, que permaneciera en el umbral, gritaba nuevamente, pero a lo lejos:
    —¡Padre!
    Mordiane, estremeciéndose a cada momento, presa de horrible pánico, huía como se huye ante un gran peligro.
    «Va a adivinar quién soy, va a reconocerme—pensaba—. Va a cogerme en sus brazos y a gritarme también: ¡Padre!, dándome en la cara un beso perfumado de ajo. »
    —Hasta mañana, caballero.
    —Hasta mañana, a la una.
    Avanzaba el carruaje por el blanco camino.
    —¡Cochero, a la estación!
    Y oía dos voces, una lejana y dulce, la voz débil y triste de los muertos, que decía: «Amado mío.» Y la otra, sonora, aguda, horrible, que gritaba: «¡Padre!», como se grita: «¡A ése!», cuando un ladrón huye por las calles de la ciudad.
    Al siguiente día por la noche, al entrar en el círculo, el conde de Etreillis le dijo:
    —Hacía tres días que no le veíamos. ¿Ha estado usted enfermo?
    —Sí, una pequeña indisposición. De cuando en cuando me ataca la jaqueca.