LA NOVELA
(Prólogo a Pedro y
Juan)
No
es mi intención abogar a favor de la novelita que sigue. Por el contrario, las
ideas que intentaré hacer comprender implicarían más bien la crítica del género
llamado de estudio psicológico, estudio que he emprendido en Pedro y Juan.
Voy a
ocuparme de la novela en general.
No soy
el único a quien los mismo críticos dirigen el mismo reproche cada vez que
aparece un nuevo libro.
Entre
las frases de elogio, encuentro por lo general la siguiente, debida
a las mismas plumas:
“El
mayor defecto de esta obra es que, propiamente hablando, no es una novela”.
Ahora
bien, podría responderse con el mismo argumento:
“El
mayor defecto del escritor que me honra con su juicio es que no es un crítico.”
¿Cuáles
son, en efecto, los caracteres esenciales de un crítico?
Es
preciso que, sin prejuicio alguno, ni opiniones preconcebidas, sin ideas de
escuela, sin compromisos con ningún grupo de artistas, comprenda, distinga y
explique las tendencias más opuestas, los temperamentos más contrapuestos y
admita las más diversas búsquedas del arte.
Así
pues, el crítico que tras Manon Lescout, Pablo y Virginia, Don Quijote, Las
amistades peligrosas, Werther, Las afinidades electivas, Clarisse Harlowe, Emile,
Candide, Cincq-Mars, René, Los tres mosqueteros, Mauprat, Papá Goriot, La
prima Bette, Colomba, El rojo y el negro, Mademoiselle de Maupin, Nuestra Señora
de París, Salambó, Madame Bovary, Adolfo, El señor de Camors, L’assomoir,
Sapo, etcétera, se atreve a escribir también: “Esto es una novela y
aquello no lo es”, me parece que está dotado
de una perspicacia que se asemeja mucho a la incompetencia.
Por lo
general, este crítico entiende por novela una aventura más o menos verosímil,
dispuesta como una obra teatral en tres actos, de los que el primero contiene la
exposición, el segundo la acción y el tercero el desenlace.
Este
modo de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten
todos los demás.
¿Existen
reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita
debiera llamarse de otro modo?
Si Don
Quijote es una novela, ¿no lo es también El rojo y el negro? Si El
Conde de Montecristo es una novela, ¿ no lo es también L’assomoir?
¿Puede establecerse una comparación entre Las afinidades colectivas de
Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El
Señor de Camor de M.O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas
obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De donde proceden? ¿Quién
las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué
razonamientos?
No
obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable,
lo que constituye una novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto,
sencillamente, significa que sin ser productores están agrupados en una escuela
y rechazan, a la manera de los mismos novelistas, todas las obras concebidas y
realizadas fuera de su estética.
En
cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que
menos se parece a las novelas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes
para que emprendan nuevos caminos.
Todos
los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el
derecho absoluto, derecho indiscutible de componer, es decir, de imaginar u
observar de acuerdo con su concepto personal del arte. El talento procede de la
originalidad que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de
juzgar.
Así
pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se
ha forjado con arreglo a las novelas que prefiere, y establecer ciertas reglas
invariables de composición, luchará siempre contra un temperamento de artista
que aporte un nuevo procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este
nombre debería ser tan sólo un analista exento de tendencias, de preferencias,
de pasiones, etcétera, y apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura,
el valor artístico del objeto de arte que se le somete. Su comprensión,
abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda
descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que
debe comprender como juez.
Pero
la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que lectores, y el
resultado es que nos censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin
reserva y sin tino.
El
lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su
espíritu, pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica
invariablemente como bien escrita la obra o el párrafo que agrada a su
imaginación idealista, alegre, picaresca, triste, soñadora o positiva.
En
suma, el público está compuesto por numeroso grupos que nos gritan:
«Consoladme.»
«Distraedme.»
«Entristecedme.»
«Enternecedme.»
«Hacedme
soñar.»
«Hacedme
reír.»
«Haced
que me estremezca.»
«Hacedme
llorar.»
«Hacedme
pensar.»
Tan sólo
algunos espíritus selectos piden al artista:
«Escribid
algo bello, en la forma que mejor os cuadre, según vuestro temperamento.»
El
artista lo intenta y triunfa o fracasa.
El crítico
sólo debe apreciar el resultado con arreglo a la naturaleza del esfuerzo; y no
le asiste el derecho a preocuparse de las tendencias.
Esto
se ha escrito ya mil veces, pero habrá que seguir repitiéndolo.
Así
pues, tras las escuelas literarias que han querido darnos una visión deformada,
sobrehumana, poética, enternecedora, encantadora o soberbia de la vida, vino
una escuela realista o naturalista que pretendió indicarnos la verdad, nada más
que la verdad y toda la verdad.
Es
preciso admitir con el mismo interés esas teorías de arte tan diferentes y
juzgar las obras que producen únicamente desde el punto de vista de su valor
artístico, aceptando a priori las ideas generales que les han dado vida.
Discutir
el derecho que asiste a un escritor para hacer una obra poética o realista es
quererle forzar a modificar su temperamento, recusar su originalidad y no
permitirle utilizar la visión y la inteligencia que le proporcionó la
naturaleza.
Echarle
en cara que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, graciosas o
siniestras, es como reprocharle estar configurado de tal o cual manera y no
tener una visión que concuerde con la nuestra.
Dejémosle
en libertad para comprender, observar, concebir como guste, mientras sea un
artista. Procuremos exaltarnos poéticamente para juzgar a un idealista y
demostrémosle que su sueño es mezquino, trivial, no lo bastante extravagante o
magnífico. Pero si juzgamos a un naturalista, indiquémosle en qué difiere
la verdad de la vida de la verdad de su libro.
Es
evidente que tan distintas escuelas han debido emplear procedimientos de
composición totalmente opuestos.
El
novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr
una aventura excepcional y seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la
verosimilitud, manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y
arreglarlos para complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan de su
novela no es más que una serie de combinaciones ingeniosas que conducen con
habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto
culminante, y el resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo,
debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo un
limite al interés y acabando de una manera tan completa la historia relatada,
que ya no se desee saber qué les ocurrirá en el futuro a los personajes más
sobresalientes.
En
cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida debe
evitar cuidadosamente cualquier encadenamiento de hechos que pudiera parecer
excepcional. Su finalidad no estriba en contarnos una historia, divertirnos o
entristecernos, sino en forzarnos a pensar, a comprender el sentido profundo y
oculto de los sucesos. A fuerza de observar y meditar, mira el universo, las
cosas, los hechos y los hombres de cierto modo que le es peculiar y que se
deriva del conjunto de sus observaciones meditadas. Esta es la visión personal
del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro. Para
conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe
reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto, deberá
componer su obra de una matera tan hábil, tan disimulada y en apariencia tan
sencilla, que sea imposible adivinar e indicar el plan, descubrir sus
intenciones.
En
lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que resulte interesante
hasta el desenlace, tomará al personaje en determinado período de sus
existencia y lo conducirá, mediante transiciones naturales, hasta el siguiente
período. Así dará a conocer cómo se modifican los caracteres bajo la
influencia de las circunstancias inmediatas, cómo se desarrollan los
sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en
todos los medios sociales, cómo luchan los intereses de familia y los intereses
políticos.
Por lo
tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o el hechizo, en un
comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante, sino en la hábil agrupación
de pequeños hechos constantes, de donde se desprenderá el sentido definitivo
de la obra. Si hace caber en trescientas páginas diez años de una vida para
demostrarnos cuál ha sido, en medio de todos lo seres que le han rodeado, su
significación particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre
los innumerables y menudos hechos cotidianos, todos los que le resulten inútiles,
y destacar de una manera especial todos aquellos que pasarían inadvertidos para
observadores poco perspicaces y que proporcionan al libro su interés y su valor
de conjunto.
Se
comprende que semejante manera de componer, tan diferente del antiguo
procedimiento visible a todos los ojos, desconcierte con frecuencia a los críticos,
y que éstos no descubran todos los hilos, tan tenues, tan secretos, casi
invisibles, empleados por ciertos artistas modernos en lugar de la trama única
cuyo nombre era intriga.
En
resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las crisis de la
vida, los estados agudos del alma y del corazón, el actual novelista escribe la
historia del corazón, del alma y de la inteligencia en estado normal. Para
producir el estado que persigue, es decir, la emoción de la simple realidad, y
para hacer resaltar la enseñanza artística que pretende descubrir, o sea la
revelación de lo que es verdaderamente a sus ojos el hombre contemporáneo,
deberá emplear tan sólo hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero,
al situarnos en el mismo punto de vista de esos artistas, debemos discutir e
impugnar su teoría, que paree poder resumirse con estas palabras: «Nada más
que la verdad y toda la verdad.»
Siendo
su propósito hacer resaltar la filosofía de ciertos hechos constantes y
corrientes, deberán modificar con frecuencia los acontecimientos en provecho de
la verosimilitud y en menoscabo de la verdad, ya que
Lo verdadero
puede, a veces, no ser verosímil
El realista, si es un artista, no intentará mostrarnos la fotografía
trivial de la vida, sino proporcionarnos una
visión más completa, más sorprendente y más cabal que la de la misma
realidad.
Contarlo
todo resultaría imposible, ya que en ese caso sería menester, por lo menos, un
volumen por día a fin de enumerar la multitud de incidentes insignificantes que
llenan nuestra existencia.
Se
impone, por tanto, una selección, lo cual significa ya una primera vulneración
de la teoría de toda la verdad.
Además,
la vida está compuesta por cosas totalmente diferentes, las más imprevistas,
las más contrarias, las más contrapuestas; es brutal, sin sucesión, sin
encadenamiento, repleta de catástrofes inexplicables, ilógicas y
contradictorias, que deben clasificarse en el capítulo de los «sucesos
corrientes».
He aquí
por qué el artista, una vez elegido el tema, tomará tan sólo, de esta vida
repleta de contingencias y casualidades, los detalles característicos útiles a
su argumento, y rechazará todo lo demás, todo cuanto quede al margen de él.
Vaya
un ejemplo entre mil:
Es
considerable el número de personas que mueren a diario víctimas de un
accidente. Pero ¿podemos nosotros hacer que caiga una teja sobre la cabeza del
personaje principal, o arrojarlo bajo las ruedas de un coche, en medio de una
frase, con el pretextos de que deben tenerse en cuenta los accidentes?
La
vida, también, deja todo en el mismo plano, precipita los acontecimientos y los
prolonga indefinidamente. El arte, en cambio, consiste en usar precauciones y
preparaciones, en disponer transiciones sabias y disimuladas, en poner tan sólo
en evidencia mediante la habilidad de la composición el grado de relieve que
convenga, según su importancia, en provocar la profunda sensación de la verdad
especial que se pretende demostrar.
Escribir
con verdad consiste, pues, en dar la completa ilusión de lo verdadero,
siguiendo la lógica ordinaria de los hechos, y no en transcribirlos servilmente
en el desorden de su sucesión.
Deduzco
de ello que los realistas de talento deberían llamarse con más propiedad
ilusionistas.
Por
otra parte, ¡que pueril es creer en la realidad, ya que llevamos cada cual la
nuestra en nuestro pensamiento y en nuestros órganos! Nuestros ojos, nuestros oídos,
nuestro olfato, nuestro gusto, diferentes, crean tantas verdades como hombres
hay en la tierra. Y nuestras mentes, que reciben las instrucciones desde esos órganos,
impresionados de una manera diversa, comprenden, analizan y juzgan como si cada
uno de nosotros perteneciera a otra raza.
Por lo
tanto, cada uno de nosotros se forja sencillamente una ilusión del mundo, ilusión
poética, sentimental, gozosa, melancólica, impura o lúgubre, según la
naturaleza. Y la misión del escritor no es otra sino reproducir con fidelidad
esta ilusión mediante todos los procedimientos del arte que haya aprendido y de
que pueda disponer.
¡Ilusión
de lo bello, que es una convención humana! ¡Ilusión de lo feo, que es una
opinión variable! ¡Ilusión de lo verdadero, jamás invariable! ¡Ilusión de
lo innoble, que atrae a tantos seres! Los grandes artistas son aquellos que
imponen a la humanidad su ilusión particular.
No nos
enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que cada una de ellas es,
simplemente, la expresión generalizada de un temperamento que se analiza.
Están
dos, sobre todo, que se han discutido con frecuencia, oponiendo la una a la otra
en lugar de admitir ambas: la de la novela de análisis puro y la de la novela
objetiva. Los partidarios del análisis instan al escritor para que se dedique a
indicarles las menores evoluciones de un carácter y los más secretos móviles
que determinan nuestras acciones, concediendo al hecho en sí una importancia
tan sólo secundaria. Es el punto de llegada, un simple hito, el pretexto de la
novela. Según ellos, habría que escribir, por tanto, esas obras precisas y soñadas
en las cuales la imaginación se funde con la observación, del mismo modo que
un filósofo compone un libro de sicología; exponer las causas tomándolas en
sus más lejanos orígenes, explicar todos los porqués de todos los deseos y
discernir todas la reacciones del alma actuando bajo el impulso de los
intereses, de las pasiones o de los instintos.
Los
partidarios de la objetividad (¡desafortunada palabra!), al pretender, en
cambio, proporcionarnos la representación exacta de lo que ocurre en la vida,
evitan cuidadosamente toda explicación complicada, toda disertación sobre los
motivos, y se limitan a presentar ante nuestros ojos los personajes y los
acontecimientos.
Opinan
que la sicología debe estar oculta en el libro como lo está en realidad bajo
los hechos de la existencia.
La
novela, concebida de este modo, adquiere interés, movimiento en el relato,
color, vida bulliciosa.
Por
tanto, en lugar de explicar extensamente el estado de espíritu de un personaje,
los escritores objetivos buscan la acción o el gesto que ese estado de ánimo
coloca a ese hombre en una situación
determinada. Y hacen que se comporte de tal modo, desde el principio al final
del libro, que todos sus actos, todos su movimientos, sean el reflejo de su
naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de todos sus deseos, de todos sus
titubeos. Por lo tanto, ocultan la sicología en lugar de exhibirla; construyen
el esqueleto de la obra, del mismo modo que la osamenta invisible es el
esqueleto del cuerpo humano. El pintor que realiza nuestro retrato no descubre
nuestro esqueleto.
Creo
también que la novela así realizada gana en sinceridad. En primer lugar,
porque es más verosímil, ya que las personas que vemos actuar en torno nuestro
no nos dicen los móviles a los que obedecen.
Luego
hay que tener en cuenta que, si bien a fuerza de observar a los hombres podemos
determinar su naturaleza con bastante exactitud, a fin de prever su actitud en
casi todas las circunstancias, si bien podemos decir con precisión: «Tal
hombre, de tal temperamento, hará esto en tal caso», no se sigue de ello que
podamos determinar, una a una, todas las secretas evoluciones de un pensamiento,
que no es el nuestro, todas las misteriosas solicitaciones de sus instintos, que
no son iguales a los nuestros, todas las incitaciones confusas de su naturaleza,
cuyos órganos, nervios sangre y carne son diferentes a los nuestros.
Sea
cual sea la inteligencia de un hombre débil, afable, sin pasiones, enamorado
tan sólo de la ciencia y el trabajo, nunca se podrá abismar de una manera
bastante completa en el alma y el cuerpo de un mozo avispado y exuberante,
sensual, violento, agitado por todos los deseos e incluso todos lo vicios, para
poder comprender e indicar sus impulsos y sus sensaciones más íntimas aun
cuando sí puede prever y relatar perfectamente todos los actos de su vida.
En
suma, quien hace sicología pura no puede ponerse en el lugar de todos sus
personajes en las diferentes situaciones donde los sitúa, ya que le resulta
imposible cambiar sus órganos, que son los únicos intermediarios entre la vida
exterior y nosotros, que nos imponen sus percepciones, determinan nuestra
sensibilidad y crean en nosotros un alma esencialmente diferente de todo lo que
nos rodea. Nuestra visión, nuestro conocimiento del mundo, adquirido mediante
la ayuda de los sentidos, nuestras ideas sobre la vida, solamente podemos
trasladarlo parcialmente a todos los personajes de los que pretendemos descubrir
su ser íntimo y desconocido. Por lo tanto, somos siempre nosotros los que nos
mostramos en el cuerpo de un rey, de un asesino, de un ladrón o de un hombre
honrado, de una cortesana, de una religiosa, de una joven educada o de una
verdulera, ya que estamos obligados a plantearnos el problema de este modo: «Si
yo fuera rey, asesino, ladrón, ramera, religiosa, joven educada o verdulera, ¿qué
es lo que yo pensaría?, ¿qué es lo que yo haría?, ¿cómo me
conduciría?» Por consiguiente, sólo diversificamos a nuestros personajes variándoles
la edad, el sexo, la situación social y todas las circunstancias de la vida de
nuestro yo, al que la naturaleza ha rodeado de una barrera de órganos
infranqueables.
La
habilidad consiste en no dejar que el lector reconozca ese yo bajo las máscaras
que nos sirven para ocultarlo.
Pero
si bien, desde el punto de vista de la absoluta exactitud, es discutible el puro
análisis psicológico, puede no obstante proporcionarnos obras de arte tan
hermosas como los otros métodos de trabajo.
He aquí
actualmente a los simbolistas. ¿Por qué no? Su sueño de artistas es
respetable; y lo que es particularmente interesante es que proclaman la extrema
dificultad del arte.
En
efecto, hay que ser muy loco, muy audaz, muy presumido o muy estúpido para
continuar escribiendo hoy en día. Tras tantos maestros de tan variadas
naturalezas, de inteligencia múltiple, ¿qué queda por hacer que no se haya
hecho y qué queda por decir que no se haya dicho? ¿Quién de nosotros puede
vanagloriarse de haber escrito una página, una frase, que no encontremos
escrita, casi igual, en otra parte? Cuando leemos, nosotros, que estamos
saturados de escritura francesa, que tenemos la impresión de que nuestro cuerpo
entero está formado por una masa compuesta por palabras, ¿acertamos con un línea,
con un pensamiento que no nos sea familiar y del cual no hayamos tenido, por lo
menos, un presentimiento confuso?
El
hombre que tan sólo se propone divertir a su público con la ayuda de
procedimientos ya conocidos, escribe con seguridad, en el candor de su
mediocridad, unas obras destinadas a la muchedumbre ignorante y desocupada, Pero
aquellos sobre quienes pesan todos los siglos de la literatura francesa pasada,
aquellos a quienes nada satisface, a quienes todo disgusta porque sueñan con
algo mejor, a quienes todo les parece ya desflorado, a quienes su obra les da
siempre la impresión de un trabajo inútil y común, llegan a juzgar arte
literario como algo inaferrable, misterioso, que apenas nos revelan unas páginas
de los más famosos maestros.
Veinte
versos o vente frases, leídos de corrido, nos conmueven como una revelación
sorprendente; pero los versos siguientes se parecen a todos los versos, la prosa
que luego sigue se parece a todas las prosas.
Los
hombres ingeniosos no sufren, sin duda, estas angustias y estos tormentos,
porque llevan consigo una irresistible fuerza creadora. No se juzgan a sí
mismos. Los demás, nosotros, que somos simples trabajadores conscientes y
tenaces, sólo podemos luchar contra el invencible desaliento mediante la
continuidad del esfuerzo. Hay dos hombres que con sus enseñanzas, sencillas
y luminosas, me han proporcionado esta fuerza de intentarlo siempre todo: Louis
Bouilhet y Gustave Flaubert.
Si
hablo aquí de ellos y de mí, débese a que sus consejos, resumidos en pocas líneas,
serán quizás útiles a algunos jóvenes menos confiados en sí mismos de los
que se suele ser de ordinario cuando se inicia la carrera literaria.
Bouilhet,
a quien conocí primero, de una manera algo íntima, unos dos años antes de
granjearme la amistad de Flaubert, a fuerza de repetirme que cien versos –o
quizá menos- bastan para cimentar la reputación de un artista, si esos versos
son irreprochables y contienen la esencia del talento y de la originalidad de un
hombre incluso de segundo orden, me hizo comprender que el trabajo continuado y
el profundo conocimiento del oficio pueden, un día de lucidez, de orden y de
arrebato, mediante la feliz conjunción de un argumento que concuerde bien con
todas las tendencias de nuestro espíritu, provocar esta aparición de la obra
corta, única y tan perfecta como somos capaces de crearla.
Comprendí
que los escritores más conocidos nunca han dejado más de un volumen, y que es
preciso, ante todo, tener la suerte de encontrar y descubrir, en medio de la
multitud de materias que se presentan a nuestra elección, aquella que absorberá
todas nuestras facultades, toda nuestra valía, toda nuestra potencia artística.
Más
adelante, Flaubert, a quien veía con frecuencia, me honró con su amistad, Me
atreví a someterle algunos ensayos. Los leyó bondadosamente y me respondió:
«Ignoro si tendrá usted talento. Lo que me entrega revela cierta inteligencia,
pero no olvide usted esto, joven: el talento en frase de Bufón, es tan sólo
una larga paciencia. Trabaje»
Trabajé
y volví con frecuencia a su casa, dándome cuenta de que le caía en gracia, ya
que me llamaba, sonriendo, su discípulo.
Durante
siete años escribí versos, cuentos, novelas e incluso un drama abominable.
Nada quedó de todo ello. El maestro lo leía todo; luego, el domingo siguiente,
mientras almorzaba, desarrollaba sus críticas e infundía en mí, poco a poco,
dos o tres principios que son el resumen de sus largas y pacientes enseñanzas:
«Si se poseé una originalidad –decía-, es preciso destacarla; si no se
posee, es preciso adquirirla.»
«El
talento es una larga paciencia»; se trata de observar todo cuanto se pretende
expresar, con tiempo suficiente y suficiente atención para descubrir en ello un
aspecto que nadie haya observado ni dicho. En todas las cosas existe algo
inexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de nuestros ojos sólo con
el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotros sobre lo que
contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para
descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a
ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro
árbol y a ningún otro fuego.
Esta
es la manera de llegar a ser original.
Además,
tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dos granos
de arena, de moscas, dos manos o dos narices iguales totalmente, me obligaba a
expresar, con unas cuantas frases, un ser o un objeto de forma tal a
particularizarlo claramente, a distinguirlo de todos los otros seres o de otros
objetos de la misma raza y de la misma especie.
«Cuando
pasáis –me decía- ante un abacero sentado a la puerta de su tienda, ante un
portero que fuma su pipa, ante una parada de coches de alquiler, mostradme a ese
abacero y a ese portero, su actitud, toda su apariencia física indicada por
medio de la maña de la imagen, toda su naturaleza moral, de manera que no los
confunda con ningún otro abacero o ningún otro portero, y hacedme ver,
mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo de coche de punto de
los otros cincuenta que le siguen o le preceden.»
He
desarrollado en otro lugar sus ideas sobre el estilo. Guardan mucha relación
con la teoría de la observación que acabo de exponer.
Sea
cual sea lo que queramos decir, existe una sola palabra para expresarlo, un
verbo para animarlo y un adjetivo para calificarlo. Por lo tanto, es preciso
buscar, hasta descubrirlos, esa palabra, ese verbo y ese adjetivo, y no
contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a supercherías,
aunque sean afortunadas, a equilibrios lingüísticos para evitar la dificultad.
Se
pueden traducir e indicar las cosas más sutiles aplicando este verso de Boileau:
Mostró el poder
de una palabra colocada en su lugar.
No es en absoluto necesario recurrir al vocabulario extravagante,
complicado, numeroso e ininteligible que se nos impone hoy día, bajo el nombre
de escritura artística, para fijar todos los matices del pensamiento; sino que
deben distinguirse con extrema lucidez todas las modificaciones del valor de una
palabra según el lugar que ocupa. Utilicemos menos nombres, verbos y adjetivos
de un sentido casi incomprensible y más frases diferentes, diversamente
construidas, ingeniosamente cortadas, repletas de sonoridades y ritmos sabios.
Esforcémonos en ser unos excelentes estilistas en lugar de coleccionistas de
palabras raras.
En
efecto, es más difícil manejar la frase a nuestro antojo, lograr que lo diga
todo, incluso aquello que no expresa, llenarla de sobreentendidos, de secretas
intenciones no formuladas, que inventar nuevas expresiones o buscar, en lo más
profundo de antiguos y desconocidos libros, todas aquellas cuyo uso y
significado se ha ido perdiendo y que son, para nosotros, como expresiones
muertas.
Por
otra parte, la lengua francesa es un agua pura que los escritores amanerados no
han logrado ni lograrán jamás enturbiar. Cada siglo ha echado en esa límpida
corriente sus modas, sus arcaísmos pretenciosos y sus preciosismos, sin que
prevalezca ninguno de esos inútiles intentos, de esos esfuerzos impotentes. La
naturaleza propia a esta lengua consiste en ser clara, lógica y nerviosa. No se
debe debilitar, oscurecer o corromper.
Los
que hoy día construyen imágenes sin prestar atención a los términos
abstractos, los que hacen caer el granizo o la lluvia sobre la «limpieza» de
los cristales, pueden también lanzar piedras a la sencillez de sus colegas.
Acaso los alcancen, porque poseen un cuerpo, pero jamás alcanzarán a la
sencillez, porque carece de él.
GUY
DE MAUPASSANT
La
Guillette, Étretat,
septiembre de 1887
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